Durante estos primeros meses del año, , la comunidad científica internacional se ha hecho eco de una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Madrid contra un médico investigador del Hospital Carlos III, que obligará al facultativo a abonar una multa de 210.000 € por haber realizado ensayos clínicos sin autorización. Más allá de la excepcionalidad de la noticia, esta sentencia supone un recordatorio colectivo sobre la necesidad de respetar los códigos éticos a los que está sujeta la experimentación con seres humanos. Las autorizaciones requeridas para llevar a cabo investigación en humanos no son un mero mecanismo de control, sino que tienen un calado ético muy profundo, desarrollado a raíz de la declaración de Helsinki sobre los principios éticos de la investigación médica en personas humanas 1964.
Uno de los documentos clave para iniciar la búsqueda en personas humanas (y que el médico del Hospital Carlos III descuidó) es el llamado «consentimiento informado» del o la participante, que implica la aceptación de dos premisas fundamentales: la práctica de procedimientos médicos fuera de los que son rutinarios (y, por tanto, más conocidos) y la cesión de los datos de salud para la investigación. La firma de este consentimiento se hace después de que un profesional sanitario proporcione al participante información tan relevante como el qué se le va a hacer, cómo, durante cuánto tiempo o que tiene derecho a retirarse del estudio si lo desea. Una información precisa y transparente, pues protege al participante ante la vulnerabilidad de exponerse a un tratamiento aún poco conocido y de ceder unos datos altamente confidenciales (los de su propia salud) a la institución que realiza la investigación.
La pesada carga burocrática asociada a este tipo de investigación la hace más lenta y menos competitiva, pero garantiza los derechos fundamentales de las personas y diferencia al voluntario de un ensayo clínico de los conocidos «conejillos de india» del laboratorio.