Este año el Nobel de medicina ha caído sobre el matrimonio formado por Mary-Britt i Edvar Moser, uno de aquellos equipos científicos dignos de que alguien les escriba una biografía. Entre muchas otras peculiaridades de su trayectoria, el destino les premió (o condenó, esto sólo lo saben ellos) con conciliar al cien por cien el amor con su pasión científica. Confinados en uno de los laboratorios más septentrionales del mundo (en algún rincón impronunciable del norte de Noruega, cerca del ártico), los Moser comparten vida, espacio de trabajo y proyecto científico.

Pero para el resto de científicos, lo romántico de la noticia no reside en su historia personal, sino en los resultados de su investigación, consagrada al estudio de uno de los grandes agujeros negros de nuestra fisiología: el funcionamiento del cerebro.

Los Moser se interesaron por el papel del hipocampo —una región del cerebro considerada homogénea durante mucho tiempo— en la capacidad de los animales (humanos incluidos) para orientarse en el espacio. Su viaje por el laberinto encefálico les llevó a descubrir una anatomía escondida en esta región del cerebro, y la participación de otras zonas ajenas al hipocampo, en el complejo proceso de posicionamiento espacial.

Pero lo fascinante de la investigación no llegó con la estructura, sino con el funcionamiento. Mediante la inserción de electrodos capaces de registrar la actividad de una sola neurona, el equipo de Mary-Britt y Edvar Moser registró la actividad neuronal de ratas mientras intentaban ubicarse en una superficie con trocitos de chocolate esparcidos aleatoriamente. El registro de los impulsos neuronales no solo reveló que distintas partes del cerebro disparaban simultáneamente cuando la rata pasaba por un punto concreto del espacio, sino que dicha actividad dibujaba un patrón geométrico inconfundible: el hexágono. La misma figura utilizada por la naturaleza para pavimentar (en los panales de las abejas, por ejemplo), aquella que permite cubrir una mayor superficie con un menor número de celdas, es la que utiliza el «gps» del cerebro para localizarnos en el espacio. Fascinante.

No es la primera vez que la estética es la respuesta correcta a una pregunta científica; allá por los años 50, cuando J. Watson y F. Crick estudiaban la estructura del ADN también se fascinaron con la belleza y la armonía de la figura obtenida. Sin embargo, lo que en aquel momento fue una constatación de que estaban en el buen camino (su reflexión fue “la estructura es tan bella, que ésta tiene que ser la buena”), en el caso del matrimonio Moser fue tomado como un “no puede ser”.
La incredulidad ante tan perfecto resultado les llevó a realizar un sinfín de controles, y a descartar posibles artefactos de su propio experimento, hasta tener que aceptar que su resultado inicial era el bueno. En el fondo, la naturaleza siempre busca la eficiencia en sus procesos, y … ¿qué figura es más eficiente que un hexágono para cubrir una superficie a base de puntos?

Les dejamos con un resumen gráfico, extraído de la noticia en la revista Nature, que resume de forma elegante los resultados de la investigación.

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